¿Una película sobre la vida interior de los habitantes de la pantalla de nuestro teléfono en la que se alinean los emoticonos?
El mundo del arte lleva tiempo reflexionando sobre la semántica de los emoticonos. Hollywood hace ahora su particular interpretación en una película que se estrena próximamente de mano de Tony Leondis.
En Textópolis cada cual tiene su función, y cuando la cosa decae llaman a la flamenca. En eso, la ciudad en la que viven los personajes de Emoji, la película, que se estrena el viernes en España, no se diferencia mucho de la conversación más banal que uno pueda tener por WhatsApp. En lo demás tampoco. La caca hace chistes de caca, los monetes son siempre graciosos y, como era de esperar, el protagonista (la carita aburrida y displicente del gesto bah) quiere tener más de un solo sentimiento. El mensaje es simple: qué complejo ser adolescente, pero mira cuántas apps se pueden comprar para el móvil (incluidas, contradictoriamente, algunas como Twitter y Dropbox que no usarían ni muertos los púberes a los que está dirigida la película).
En su base argumental y de personajes, Emoji sigue tirando de la esencia y del hilo narrativo de Toy story ―la vida en soledad de los juguetes― o Del revés ―la individualidad de los sentimientos en nuestro cerebro―, para acabar abrazando una inocente reflexión sobre la imposibilidad de expresar nuestro estado interior por medio de una única respuesta en forma de símbolo gráfico.
Sin embargo, los emojis no solo inspiran taquillazos ligeros, blanditos peluches de todo a un euro y humorísticas campañas de publicidad. En la cultura más underground, decenas de artistas llevan años usándolos para profundizar en su reflexión sobre el lenguaje en la era digital y los mecanismos de comunicación en la esfera virtual.
“Empecé a interesarme por los emojis en 2009 [entonces había que bajarse una app y hackear el teclado para usarlos]. Me fascinan los puzles y el acto creativo que supone codificar algo para que otro lo descodifique”, explica Fred Benenson, que no es artista, sino ingeniero informático, pero se convirtió en pionero del arte emojicon una idea loquísima: traducir en pictogramas el texto de Moby Dick.
El libro resultante, Emoji Dick, fue un esfuerzo colaborativo (lo tradujeron por partes cientos de personas en Internet) y, según su ideólogo, “explora en qué momento un lenguaje se rompe y deja de servir como tal”. “Puede parecer que los emojis son un código abierto, sin fin, pero si lo llevas al extremo no funciona”, dice Benenson. “¿Qué era lo más difícil de poner en emojis? Pensé en la Biblia, pero está muy manida. Moby Dick ofrecía un lenguaje texturizado, riquísimo, que ponía en evidencia los límites de los emoticonos”, prosigue.
Para su autor, Emoji Dick no es literatura, sino arte conceptual. ¿Qué lo diferencia de los acertijos que abundan en Internet en los que hay que adivinar el título de una película a partir de una cadena de símbolos? “Emoji Dick despierta conversaciones sobre semiótica y la naturaleza de la comunicación”, responde Benenson. “¿Basta con crear secuencias y con que la gente se apropie y transforme significantes para que un lenguaje lo sea? ¿O es necesario que se sofistique para plasmar la abstracción de la mente humana?”. Sea como sea, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos incluyó en 2013 Emoji Dick en sus archivos. El propio autor les preguntó si estaban seguros.
Con el paso de los años y la popularización, los emojis no han perdido su caché artístico. Estos días, y hasta el 14 de agosto, la galería Tripoli de Southampton (Nueva York) expone la obra del artista web y rapero Yung Jake: unos espectaculares retratos puntillistas de famosos realizados con emoticonos en lugar de puntos. Es un canto a la superficie de lo superficial, donde los labios de Kim Kardashian son fresas y su pelo, notas musicales. Jake ha empleado la aplicación emoji.ink, que cualquiera puede usar online. Es imposible probarla y no engancharse, aunque los resultados no se parezcan en nada a la obra del rapero.

‘Selena, 2017’, una impresión digital del artista Yung Jake en el que retrata a la actriz Selena Gómez con una técnica que recuerda al puntillismo pero realizada con emojis. CORTESÍA DEL ARTISTA Y DE TRIPOLI GALLERY, © YUNG JAKE.
Más de un año entre 2013 y 2014 tardó Carla Gannis en completar El jardín de las emojidelicias, en el que recrea la obra maestra del Bosco. Como el tríptico original, la versión parece de lejos un paisaje alegre y colorista, pero esconde una horrífica orgía de monstruos y pasiones humanas. El de principios del siglo XVI se inspiró en la iconografía religiosa, los refranes y las canciones populares de la época; lo que hoy se llama “la conversación global”. La obra de Gannis, que tiene una versión animada, apunta cuestiones de “la consciencia contemporánea, como la sociedad de consumo, el ambientalismo o el terrorismo internacional”. Y lo hace con monísimos cohetes que se estrellan contra edificios que explotan en diminutas llamitas. “Al descontextualizar estos amables y ubicuos símbolos trato de subvertir su significado”, explica por teléfono desde Nueva York la artista, que creó todo un mundo contemporáneo para los personajes del Bosco. Inventó objetos, diseñó cuerpos para las caritas e incluso los coloreó, ya que, en 2013, Unicode, el consorcio de empresas, instituciones educativas y profesionales independientes que autoriza los emojis oficiales, aún no había incluido las distintas razas en sus pictogramas. Lo hizo en 2015, cuando también decidió que debían existir homosexuales y mujeres trabajadoras en su paleta.

«El jardín de las emoji delicias» de Carla Gannis. Foto: Wikipedia.
“Para algunos, la mía es una visión posmoderna que aplana y deconstruye la fuerza enigmática del Bosco, pero mi objetivo es despertar la profunda disonancia cognitiva entre lo familiar y el misterio”, dice la autora, una experta en semiótica digital. Ella también explora los límites de las lenguas vernáculas de Internet: “El riesgo que corremos usando emojis o tuiteando en 140 caracteres es perder nuestra capacidad para expresar emociones complejas, porque cuando no hay lenguaje, acaba por no haber ideas”.
Al multidisciplinar Shinji Murakami, sin embargo, estas imágenes le permiten expresar claramente sus ideas sin perderse en la traducción, tanto en la vida privada como en la profesional. “Me cuesta mucho titular las obras con palabras”, cuenta por teléfono con un inglés limitado. “Los símbolos me ayudan a superar la barrera del idioma”. Crecido en el street art japonés, tituló su última exposición, ya en Nueva York, con una secuencia de emojis: 🌺🌷🌼💗 🐴✨🌈🌸🌹️ (hibisco, tulipán, flor amarilla, corazón, caballo, estrellas, arcoíris, flor de cerezo, rosa). El contenido: limpias esculturas de bloques de madera lacada en colores primarios que reducen los emojis a su pixelada esencia y “trasladan la perfección de lo digital al mundo físico”. “Intento hacer obras intergeneracionales, transculturales”, explica Murakami asistido por su galerista. “Quiero que todo el mundo las comprenda y conecte con ellas, que el nieto le diga a la abuela: ‘¡Mira qué bonito!’. Y que ella asienta”. La mayoría de su obra es “nostálgica” y se inspira en videojuegos de los ochenta. ¿Pero los emojis no son algo actual? “Para vosotros, sí”, contesta riendo, refiriéndose al mundo que no es Japón. Entonces, ¿están ya pasando de moda o se seguirán usando dentro de 20 años? “No; creo que se harán cada vez más grandes. Son un lenguaje incipiente”, opina.
Todos los autores consultados coinciden en que el lenguaje emoji deberá enriquecerse para sobrevivir. Desaparezcan o no de nuestro lenguaje, dentro de 20 años continuarán adornando el edificio proyectado por Changiz Tehrani en Amersfoort, a 50 kilómetros de Ámsterdam. Su discreta fachada de ladrillo está decorada por 22 caritas de cemento blanco. “Hay quien nos criticó por dejarnos llevar por una moda haciendo irrelevante el edificio”, indica Tehrani, arquitecto del estudio holandés Attika. “Nosotros no nos lo tomamos tan en serio… Este es un edificio residencial en una ciudad periférica, no la Galería Nacional; puedes jugar un poco. Además, estas gárgolas contemporáneas permitirán reconocer instantáneamente en qué época se construyó”, incide. “¡Y hemos conseguido que los chavales del barrio saquen la nariz del móvil y miren hacia arriba!”.

Fachada con emoticonos de un edificio residencial de Amersfoort (Holanda) proyectado por Changiz Tehrani. ATTIKA ARCHITEKTEN.
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