Mary Beard, en su libro Mujeres y Poder, muestra cómo la historia ha tratado a las mujeres poderosas desde el mundo clásico hasta el día de hoy. Desde Penélope, Medusa o Atenea hasta Theresa May y Hillary Clinton, Beard explora los fundamentos culturales de la misoginia, considerando la voz pública de las mujeres, nuestras suposiciones culturales sobre la relación de las mujeres con el poder y cuánto se resisten las mujeres poderosas a ser sometidas a un patrón masculino.

Mary Beard (Much Wenlock, Inglaterra, 1955-), académica inglesa, clasicista y feminista comprometida, reivindica en su obra el papel de la mujer tanto en la historia como en la actualidad.
La voz pública de las mujeres
En su recorrido histórico sobre el silencio de las mujeres en la esfera pública, nos hace ver que hablar de mujeres y poder implica conocer los mecanismos que las han alejado de la política. Este es uno de los muchos aspectos en que el mundo de los griegos y de los romanos puede contribuir a arrojar luz sobre nuestra sociedad, ya que, en lo relativo a silenciar a las mujeres, la cultura occidental lleva miles de años de práctica.
Comenzando por el primer testimonio escrito de la tradición literaria occidental, ya tenemos el primer ejemplo de un hombre diciéndole a una mujer «que se calle». (que su voz no había de ser escuchada en público). Nos referimos a un momento inmortalizado al comienzo de la Odisea de Homero, hace casi tres mil años, una historia que tendemos a considerar como el relato épico de Ulises y las aventuras y peripecias a las que tuvo que enfrentarse para regresar a casa tras finalizar la guerra de Troya, mientras su hijo Telémaco y su fiel esposa Penélope le aguardaba y trataba de ahuyentar a sus pretendientes que la apremiaban para casarse con ella. En el primer canto del poema, cuando Penélope desciende de sus aposentos privados a la gran sala del palacio y se encuentra con un aedo que canta, para la multitud de pretendientes, las vicisitudes que sufren los héroes griegos en su viaje de regreso al hogar, le pide ante todos los presentes que elija otro tema más alegre, pero, en ese mismo instante, interviene el joven Telémaco acallando la voz de su madre.

«Así que vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca, y ordena a las criadas que se apliquen al trabajo. El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa» (Odisea, Canto I)
Hay algo ridículo en este muchacho recién salido del cascarón que hace callar a una Penélope sagaz y madura. Sin embargo, es una prueba palpable de que ya en las primeras evidencias escritas de la cultura occidental las voces de las mujeres son silenciadas en la esfera pública. Es más, tal y como lo plantea Homero, una parte integrante del desarrollo de un hombre hasta su plenitud consiste en aprender a controlar el discurso público y a silenciar a las hembras de su especie. Las palabras literales pronunciadas por Telémaco son significativas, porque cuando dice que el «relato» está «al cuidado de los hombres», el término que utiliza es mythos, aunque no en el sentido de «mito», que es como ha llegado hasta nosotros, sino con el significado que tenía en el griego homérico, que aludía al discurso público acreditado, no a la clase de charla ociosa, parloteo o chismorreo de cualquier persona, incluidas las mujeres, o especialmente las mujeres.
Lo que más interesa es la relación entre este momento homérico en el que se silencia a una mujer y algunas de las formas en que no se escuchan públicamente las voces de las mujeres en nuestra cultura contemporánea. Veamos ahora cómo podría relacionarse esta situación con el abuso al que, incluso hoy en día, están sometidas muchas mujeres que sí hablan, y el por qué las mujeres, incluso cuando no son silenciadas, tienen que pagar un alto precio para hacerse oír.
Es un hecho que la exclusión de las mujeres del discurso público ha sido una práctica activa y malintencionada a lo largo de la historia. Los ejemplos de mujeres que se han atrevido a expresarse públicamente son escasos y, a menudo, se limitan a defender sus intereses o actuar como víctimas. La oratoria femenina ha estado históricamente encasillada en temas relacionados con el sufrimiento o la defensa de intereses sectoriales.
El arrebato de Telémaco no fue más que el primer caso de una larga lista, que se extiende a lo largo de toda la Antigüedad griega y romana, una larga lista de intentos no solo por excluir a las mujeres del discurso público sino también por hacer ostentación de esta exclusión. Por poner otros ejemplos: a principios del siglo IV a.C., el comediógrafo griego Aristófanes dedicó una comedia entera a la «hilarante» fantasía de que las mujeres pudieran hacerse cargo del gobierno del Estado. Parte de la broma consistía en que las mujeres no podían hablar en público con propiedad, o más bien que no podían adaptar su charla privada (que en este caso estaba centrada básicamente en el sexo) al elevado lenguaje de la política masculina.
En el mundo romano, las Metamorfosis de Ovidio —probablemente la obra más influyente de la literatura occidental después de la Biblia— vuelve reiteradamente a la idea de silenciar a las mujeres: Júpiter convirtió en vaca a la pobre Ío para que tan solo pudiera mugir, y no hablar; mientras que la parlanchina Eco es castigada a que su voz no sea nunca la suya, a ser un simple un instrumento que repetía las palabras de los demás. También nos cuenta la violación de la joven princesa Filomela, a la que Tereo, su cuñado y violador, le corta la lengua. Esta idea la recoge Shakespeare en su Tito Andrónico, donde también se le arranca la lengua a Lavinia tras ser violada.

No obstante, en todo esto hay mucho más de lo que se percibe a simple vista. el discurso público y la oratoria no eran simplemente actividades en que las mujeres no tenían participación, sino que eran prácticas y habilidades exclusivas que definían la masculinidad como género. Como ya hemos visto con Telémaco, convertirse en un hombre (o por lo menos en un hombre de la élite) suponía reivindicar el derecho a hablar, porque el discurso público era un (o mejor el) atributo definitorio de la virilidad. Por consiguiente, una mujer que hablase en público no era, en la mayoría de los casos y por definición, una mujer.
Si recorremos la literatura antigua, encontraremos un reiterado énfasis sobre la autoridad de la voz grave masculina en contraste con la femenina. Un antiguo tratado científico enuncia de forma explícita: una voz grave indica coraje viril, mientras que una voz aguda es indicativo de cobardía femenina. Otros autores clásicos insistían en que el tono y timbre del habla de las mujeres amenazaba con subvertir no solo la voz del orador masculino, sino también la estabilidad social y política, la salud del Estado. Una tradición de discurso de género de la que todavía, en mayor o menor medida, somos herederos.
En la actualidad, ciertas teorías proponen que las mujeres en posiciones de liderazgo tienden a usar tonos más graves como estrategia para proyectar autoridad y confianza en entornos laborales. Este cambio podría reflejar una evolución social, vinculada al creciente protagonismo de las mujeres en roles destacados. Un ejemplo es el caso de Margaret Thatcher: la ex primera ministra británica contrató a un entrenador para transformar su voz y conseguir un tono más autoritario.
Lo que está claro es que la tradición clásica nos ha proporcionado un poderoso patrón de pensamiento en cuanto al discurso público, que nos permite decidir lo que es buena o mala oratoria, convincente o no, y el discurso de quién merece espacio para ser escuchado. Y el género es, obviamente, una parte importante de esta amalgama. Para muchos, ciertos aspectos de este tradicional bagaje de criterios acerca de la ineptitud de las mujeres para hablar en público — un bagaje que, en lo esencial, se remonta a dos milenios atrás— todavía subyacen en algunos de nuestros supuestos sobre la voz femenina en público y la incomodidad que esta genera.
Como tristemente puede observarse, nuestra cultura occidental ha desarrollado mecanismos que silencian a las mujeres y las aíslan de los centros de poder. Las mujeres que se expresan a menudo enfrentan un alto costo, incluyendo amenazas y agresiones en redes sociales.
La violencia y el acoso en línea las afectan desproporcionadamente, reflejando patrones de género arraigados en la sociedad. Las amenazas de muerte y los insultos sexistas son comunes en plataformas como Twitter. Los hombres son los principales perpetradores de estos abusos, atacando a las mujeres más que a los hombres. La respuesta femenina a menudo se traduce en silencio, perpetuando la exclusión del discurso público, mientras que sus tácticas para hacerse oír a menudo implican imitar la retórica masculina, lo que no resuelve la exclusión estructural.
Conclusiones
El libro «Mujeres y poder de Mary Beard ofrece una reflexión profunda sobre cómo la historia y la cultura han tratado a las mujeres en relación con el poder y la voz pública. Algunas conclusiones clave son:
Silencio histórico de las mujeres: Desde la antigüedad, las mujeres han sido sistemáticamente excluidas del discurso público y del poder. Ejemplos como el mandato de Telémaco a Penélope en la «Odisea» muestran cómo esta exclusión está profundamente arraigada en la cultura occidental.
Misoginia estructural: Beard analiza cómo las mujeres que intentan ejercer poder son percibidas como intrusas o usurpadoras, y cómo los ataques hacia ellas, tanto en la Antigüedad como en la actualidad, están cargados de violencia simbólica y literal.
La representación del poder femenino en la historia ha sido distorsionada y, a menudo, se asocia con el caos y la destrucción. Las mujeres en la Antigüedad, como Clitemenestra y las amazonas, son retratadas como usurpadoras del poder masculino. La comedia «Lisístrata» de Aristófanes muestra el poder femenino, pero termina reforzando la dominación masculina. Atenea, aunque es una figura femenina poderosa, es representada con atributos masculinos, lo que subraya la exclusión de las mujeres del poder. Otro ejemplo es la figura de Medusa, que se utiliza para deslegitimar a las mujeres en el poder, como se ha visto en las representaciones mediáticas de Hillary Clinton.

Necesidad de redefinir el poder: La autora argumenta que el poder sigue siendo conceptualizado bajo un modelo masculino. Para incluir a las mujeres, no basta con integrarlas en las estructuras existentes; es necesario redefinir el concepto de poder como algo colaborativo y no elitista. La presencia de mujeres en posiciones de poder ha aumentado, pero siguen siendo una minoría (30% en el Parlamento del Reino Unido). Se debe considerar el poder no solo como un atributo de prestigio, sino como una capacidad de hacer la diferencia en la sociedad. Movimientos como Black Lives Matter, fundados por mujeres, demuestran que el poder puede ser ejercido de manera colectiva y no solo individual.
Resistencia cultural: A pesar de los avances, las mujeres continúan enfrentando barreras culturales y simbólicas que perpetúan su exclusión. Sus representaciones culturales a menudo perpetúan estereotipos negativos y son frecuentemente asociadas con la violencia y la debilidad. Beard destaca la importancia de cuestionar los prejuicios y las narrativas que legitiman esta exclusión.

La cultura popular, como memes y caricaturas, refuerza la idea de que las mujeres en el poder son intrusas o amenazantes.
El derecho a equivocarse: Beard subraya que las mujeres son juzgadas con mayor severidad cuando cometen errores, lo que refuerza su exclusión y limita su participación en el poder.
En resumen, el libro invita a reflexionar sobre cómo la cultura y la historia han moldeado nuestra percepción del poder y la voz femenina, y propone un cambio estructural para lograr una verdadera igualdad.

